Abrí el colorido y primaveral paraguas justo en el preciso momento en el que la primera lágrima del lloroso cielo explotó en mi frente. Las siguientes impolutas gotas cayeron atropeyándose unas a otras, arrebatándose protagonismo, como queriendo morir en este suelo denigrante y con mayor velocidad fueron rebotando sobre mis pies. Allí debajo me sentía protegida y segura, tranquila y, sobre todo, me empapaba una sensación de bienestar. Pues llegaría a mi destino en cualquier momento. Esquivando sucios charcos caminaba al ritmo de la lluvia, sin detenerme y apresurada, como siempre. Entonces fue cuando, sin querer, un despistado conductor me bañó con esa misma agua agria y contaminada del suelo. Esperando una respuesta de cortesía, elevé mis brazos enfadada y realmente decepcionada, casi había conseguido no calarme esa tarde tormentosa, algo poco habitual en esta triste ciudad. Cuando las estúpidas gotas se ...
me da igual la coherencia