El invierno. Diciembre. Esa época del año es la que más aborrezco. ¿Motivos? Uno. El frío. Sí, el frío que es capaz de indagar por lo sentimientos, congelándolos y paralizándolos. Se cuela por los pies, desde nuestros dedos meñiques hasta la nariz, recorriendo cada rincón escondido de nuestro cuerpo. Endureciendo nuestra alma, nuestra existencia. Incluso a veces ese frío nos obliga a expulsar un hálito, desde nuestra boca, de auxilio. Intentando captar la atención de cualquier otra ánima que padezca la misma sensación glacial. Odio diciembre y sus consecuencias. El invierno es largo, largo y difícil de llevar. Es como si en invierno mis sentimientos invernaran y no despertaran hasta bien entrada la primavera. Es raro y quizá complicado de entender. Lo especial de esta vez es que ya hemos entrado en la primavera y mi corazón sigue perteneciendo al invierno. Ni siento ni padezco, ni te odio ni te quiero. Hoy aquí, tal vez mañana allá. Siento que te pierdo y mi indiferencia, además de
me da igual la coherencia